Todos sabemos que en 1810 se produjo la Revolución de Mayo, cuyo gobierno resultante, la Primera Junta (mal llamada primer gobierno patrio, porque sólo representaba a Buenos Aires), entre otras cosas declaraba fidelidad para con el depuesto Rey de España -Fernando VII- y reclamaba autoridad sobre todo el ex Virreinato del Río de la Plata, cosa descartada de plano por buena parte del mismo y hasta resistida en armas por varias jurisdicciones.
No es mi intención restarle importancia a lo que fuera el comienzo del proceso emancipatorio; sin embargo, a efectos de elegir una fecha puntual, es recién en 1816, con la declaración de la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica -o del Río de la Plata, nombre que constitucionalmente Argentina conserva- y la posterior jura de la misma, que se consolida la voluntad del nuevo estado de eludir toda dominación extranjera, aún cuando su organización definitiva demandó más de tres décadas de sangrientas idas y vueltas.
Es decir que en lugar del 200° cumpleaños de nuestro país, estaríamos festejando el aniversario de su embarazo, por decirlo de otra manera, y me parece un error (aunque esto no es más que mi humilde opinión).

Lo positivo de la conmemoración es que está llevando a mucha gente -me incluyo- a preguntarse o profundizar sobre lo hecho en estos 200 años (vaya uno a saber cuál es nuestra fascinación con estos números).
Entre lo negativo de los festejos -y del último par de siglos- se nota cómo el federalismo no es más que un enunciado de nuestra república y de los gobernantes de turno. Todo sigue girando alrededor de los grandes centros urbanos, mientras los pequeños y medianos pueblos del país ven postergadas sus necesidades, hasta la de disfrutar en iguales condiciones, porque a Gilberto Gil y el resto de los festejos en el obelisco, tendrán que verlos por TV.
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